27.7.11

Cómo morir

Recientemente un discípulo pensativo (como Critón) me preguntó: “Maestro, ¿cómo puede uno aproximarse bien a la muerte?. Yo le respondí que la única manera de prepararse para la muerte es convencerse de que todos los demás son gilipollas.

Ante el estupor de Critón le aclaré: “Mira –le dije–, ¿cómo puedes aproximarte a la muerte, aunque seas creyente, si piensas que, mientras tú mueres, jóvenes sumamente deseables de ambos sexos bailan en la discoteca divirtiéndose de lo lindo, ilustres científicos penetran los últimos misterios del cosmos, políticos incorruptibles están creando una sociedad mejor, diarios y televisivos se dedican a dar solamente noticias importantes, empresarios responsables se preocupan de que sus productos no degraden el medio ambiente y se dedican a restaurar una naturaleza de riachuelos potables, pendientes boscosas, cielos límpidos y serenos protegidos por el oportuno ozono, nubes suaves que destilan lluvias dulcísimas? El pensamiento de que, mientras suceden todas estas cosas maravillosas, tú te vas, resultaría insoportable.

“Ahora intenta pensar que, en el momento en que adviertes que estás abandonando este valle, tienes la certeza imperecedera de que el mundo (seis mil millones de seres humanos) está lleno de gilipollas, que son gilipollas los que están bailando en la discoteca, gilipollas los científicos que proponen la panacea para todos nuestros males, gilipollas los que llenan las páginas y páginas de insulsos cotilleos sin importancia, gilipollas los productores suicidas que destruyen el planeta. ¿No te sentirías en ese momento feliz, aliviado, satisfecho de abandonar este valle de gilipollas?

Critón me preguntó entonces: “Maestro, ¿cuándo tengo que empezar a pensar así?”. Yo le respondí que no hay que hacerlo demasiado pronto, porque el que a los veinte o incluso a los treinta años piensa que todos son gilipollas es un gilipollas y nunca alcanzará la sabiduría. Hay que empezar pensando que todos los demás son mejores que nosotros, y luego ir evolucionando poco a poco, tener las primeras débiles dudas hacia los cuarenta, comenzar la revisión entre los cincuenta y los sesenta, y llegar a la certeza mientras se avanza hacia los cien, pero preparados para liquidar a cero en cuanto llegue el telegrama de la convocatoria.

Convencerse de que todos los demás que nos rodean (seis mil millones) son gilipollas es fruto de un arte sutil sagaz, no es una aptitud natural del primer Cebes con un pendiente en la oreja (o en la nariz). Exige estudio y esfuerzo. No hay que acelerar las etapas. Hay que llegar suavemente, justo a tiempo para morir serenamente. El día antes nos conviene pensar que hay una persona, a la que amamos y admiramos, que precisamente no es gilipollas. La sabiduría consiste en reconocer el momento preciso (no antes) que esa persona también era gilipollas. Solo entonces se puede morir.

De modo que el gran arte consiste en estudiar poco a poco el pensamiento universal, escrutar las costumbres, controlar el día a día, los medios de comunicación de masas, las afirmaciones de los artistas seguros de sí mismos, los apotegmas de los políticos descontrolados, los sofismas de críticos apocalípticos, los aforismos de los héroes carismáticos, estudiando las teorías, las propuestas, las apelaciones, las imágenes, las apariciones. Solo entonces, por fin, alcanzarás la perturbadora revelación de que todos son gilipollas. En aquel momento estarás preparado para el encuentro con la muerte.

Tendrás que resistir hasta el final a esta revelación insostenible, te obstinarás en pensar que alguien dice cosas sensatas, que ese libro es mejor que otros, que aquel lider desea realmente el bien común. Es natural, es humano, es propio de nuestra especie rechazar la convicción de que los demás son todos sin distinción gilipollas; si no, ¿por qué valdría la pena vivir? Pero cuando por fin lo sepas, habrás comprendido por qué vale la pena (y hasta es espléndido) morir.

Critón me dijo entonces: “Maestro, no quisiera tomar decisiones precipitadas, pero albergo la sospecha de que sois un gilipollas”. “Ves, –le dije–, ya estás en buen camino.”


(Eco, La bustina di Minerva)

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