La noche fría se cerraba sobre los Altos del Líbano, cerca de Nazaret. Las estrellas parecían más lejos que nunca, y el sargento dejó el rifle sobre la tienda para contemplar el ocaso que se hundía sobre el palmeral desierto. Maldita guerra y maldito desierto, masculló mientras aspiraba el aire húmedo y frío que embargaba su espíritu, a solas ante el cielo. Deseó estar muy lejos en aquel momento, lejos de aquella frontera, con su mujer y su hijo celebrando la Navidad que al fin llegaba. Tantas horas de guardias y desvelo, tantos compañeros abatidos sobre el silencio, para evitar que unos desconocidos se mataran en un país extraño, en nombre de cualquier dios absurdo. De repente se irguió, cuan largo era, sobre la base del campamento. Algo había llamado su atención. Una solitaria estrella fugaz cruzaba el cielo. Sonrió y pensó en sus adentros un deseo, como le enseñaron de pequeño.Reconfortado, por un momento, volvió hacia el puesto de mando, donde un soldado le llamó por señas, acercándole los prismáticos de visión nocturna: "Mi sargento; hemos localizado a un hombre y una mujer con un manto blanco sobre las dunas a lomos de una burra. Viajan solos, pero no sabemos si son beduinos o están perdidos. ¿Qué hacemos?."
De golpe, volvió a echar de menos su casa, a su familia y la alegría que no tenía, detestando aquel pedregal y la Navidad. Oteó el horizonte con el visor y esbozó una mueca. Maldita guerra, repitió en voz alta. Volviéndose con un gesto seco, ordenó a los soldados: "Carguen las armas y prepáranse para disparar. Nunca se sabe".
