2.10.08

Los Ciegos

Lo confieso, añoro los años, ya tan lejanos, en los que se podía salir, incluso en los peores momentos, sin exponerse a tropezar con profetas; en los que conocí a seres sencillos y humildes –en gran número– que no se consideraban soberanos ni dioses y cuya fatídica perspicacia se limitaba a anticipar modestamente ciertos meteoros o a rogar con fervor cuando se anunciaban calamidades. Entonces, no todos lo sabían todo. Los más reputados zapateros no se jactaban de poder conducir ejércitos a la victoria y era posible hallar un considerable número de albañiles y de barrenderos que no aspiraban a ocupar las carteras de Hacienda o de Marina.

Estoy hablando, claro, de la época anterior a la Comuna, en la que el sentido del ridículo connatural a Francia aún no se había extinguido por completo. Muchas personas mantenían la compostura y ni el parloteo incontinente ni tampoco el furor sectario constituían recomendaciones infalibles. Se dormía, qué duda cabe, y se tenían sueños, pero cada cual en su lecho y sin pretender que sus sueños prevaleciesen. Todo eso ocurrió hace tanto, lo vuelvo a repetir, que la generación presente nunca lo ha oído y no puede por tanto entenderlo.

Hoy, tras el fracaso de tantas experiencias necias y criminales y la imposibilidad irrebatible de aguardar un punto de equilibrio, se ha formado una especie de callo de insensibilidad en unos y de estupidez en otros. Tras las primeras convulsiones del horror y la fatal resignación ante los más gravosos sacrificios, la voluntad se ha enervado. Se acepta un futuro incierto. Completamente ciegos, se cierran los ojos por clarividencia, por conocimiento. Se afirma que el mal, por enorme que sea, tendrá un fin que nadie precisa. Se aguarda una paz cualquiera, resignados de antemano a las humillaciones más temibles.

Y sin embargo se espera la llegada de Alguien, Alguien nunca visto cuyos pasos me parece oír en el fondo del abismo. La divina Francia, el Reino de María no puede perecer, es menester que Él venga. Cuando al fin Él se presente, cuando Él llame a la puerta de los corazones con la divina Espada a guisa de aldaba, el despertar de los ciegos será prodigioso.


León Bloy
"En Tinieblas"


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