11.8.08

El Último Hombre

En las ciudades, en las ciudades mudas, visitábamos las iglesias, decoradas con pinturas, obras maestras del arte, o las galerías de estatuas, mientras en aquel clima benigno los animales, con su libertad recobrada, se paseaban por los lujosos palacios y apenas temían nuestra presencia ya olvidada. Los bueyes grises fijaban en nosotros sus ojos y seguían, despacio, su camino.

Un asustado rebaño de ovejas salía a trompicones de alguna estancia antes dedicada al reposo de la belleza y se escurría, pasando a nuestro lado, por la escalera de mármol, camino de la calle, y de nuevo, al hallar una puerta abierta, tomaba posesión absoluta de algún templo sagrado o de la cámara del consejo de algún monarca. Aquellos hechos habían dejado hacía tiempo de causarnos asombro, lo mismo que otros cambios peores...


Mary Shelley

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